Se dice que el que ríe al último ríe mejor, pero seguramente aquellas personas de las que hablaré no gustaron de soltar una carcajada cuando sus planes se vieron fracasados por la costumbre de dejar todo al último momento. Es por eso que la siguiente narrativa, sobre un día en una oficina de trámite de pasaportes, será contada en un orden inverso, desde el último hecho.
Era por fin mi turno, después de un malentendido por un error en el pago del banco, en cuyo recibo habían omitido una letra de mi apellido. Sereno, estaba harto de los corajes de todas las semanas, sólo deseaba terminar con ello; sin embargo, a mi izquierda, un joven cuya forma de hablar denotaba un nivel socioeconómico alto para los estándares de la Ciudad de México, solía reclamar por haber tenido un error igual al mío. Él pedía hablar con la persona responsable del error, pero ella no estaba. En cambio se quejaba por que sería un día perdido y la próxima vez que pudiera conseguir una cita para tramitar de nuevo, ya sería el mes de marzo, tiempo para el cual él ya debería estar fuera de México estudiando en el extranjero. El joven tomó sus cosas y salió del edificio con un gesto de indignación.
Estaba formado cuando veía como la mujer justo enfrente de mí, pedía apartar el lugar para ir mientras a sacarles las fotos requeridas a sus hijos, todo ésto en lo que su esposo hacía el pago debido en el banco. La señora, debo decir, estaba formada o al menos su lugar apartado en la fila de las citas de las ocho, a pesar de tener cita a las ocho y media. Detrás de mí se encontraba un señor que de pronto me pregunta “Oye, ¿en qué banco tengo que pagar?”. Era el día de su cita, pero él no tenía idea de cómo era el orden de los trámites; es más, ni siquiera sabía incluso el monto que debía pagar. Él señor tomó sus cosas y salió corriendo para formar parte de una nueva fila, en un banco lejano.
Llegué quince minutos antes de mi cita. Había poca gente, lo cual sorprendió a una mujer recién llegada, quien me preguntaba si donde estaba formado era la fila para entrar. Yo le dije que sí, aunque me extrañó que me hiciera dicha pregunta habiendo claramente una sola fila. Sin embargo, poco a poco dicha fila comenzaba a separarse. La mujer me dijo que si había que tener ficha para entrar, yo le dije que en cierta forma sí, había que hacer una cita con anticipación. Ella no la había hecho y de pronto me comentó que al día siguiente tenía que irse a los Estados Unidos, además de comentarme problemas con su visa y ciudadanía de una forma como si yo fuera un experto en el tema.
Cuando ella notó que la separación de las filas era evidente, preguntó por la función de cada una. Resultó que había una fila de gente con cita y otra de gente sin cita. Me sorprendió mucho la improvisación y el orden que se podía establecer ante las creencias que se tienen sobre un sistema poco claro. La señora me dijo entonces que yo estaba mal, puesto que efectivamente había una fila para gente sin citas. Una vez que el encargado de hacer pasar salió, aclaró que sólo con citas se podía acceder a los debidos trámites. La señora tomó sus cosas y en un abrir y cerrar de ojos había desaparecido.
Era por fin mi turno, después de un malentendido por un error en el pago del banco, en cuyo recibo habían omitido una letra de mi apellido. Sereno, estaba harto de los corajes de todas las semanas, sólo deseaba terminar con ello; sin embargo, a mi izquierda, un joven cuya forma de hablar denotaba un nivel socioeconómico alto para los estándares de la Ciudad de México, solía reclamar por haber tenido un error igual al mío. Él pedía hablar con la persona responsable del error, pero ella no estaba. En cambio se quejaba por que sería un día perdido y la próxima vez que pudiera conseguir una cita para tramitar de nuevo, ya sería el mes de marzo, tiempo para el cual él ya debería estar fuera de México estudiando en el extranjero. El joven tomó sus cosas y salió del edificio con un gesto de indignación.
Estaba formado cuando veía como la mujer justo enfrente de mí, pedía apartar el lugar para ir mientras a sacarles las fotos requeridas a sus hijos, todo ésto en lo que su esposo hacía el pago debido en el banco. La señora, debo decir, estaba formada o al menos su lugar apartado en la fila de las citas de las ocho, a pesar de tener cita a las ocho y media. Detrás de mí se encontraba un señor que de pronto me pregunta “Oye, ¿en qué banco tengo que pagar?”. Era el día de su cita, pero él no tenía idea de cómo era el orden de los trámites; es más, ni siquiera sabía incluso el monto que debía pagar. Él señor tomó sus cosas y salió corriendo para formar parte de una nueva fila, en un banco lejano.
Llegué quince minutos antes de mi cita. Había poca gente, lo cual sorprendió a una mujer recién llegada, quien me preguntaba si donde estaba formado era la fila para entrar. Yo le dije que sí, aunque me extrañó que me hiciera dicha pregunta habiendo claramente una sola fila. Sin embargo, poco a poco dicha fila comenzaba a separarse. La mujer me dijo que si había que tener ficha para entrar, yo le dije que en cierta forma sí, había que hacer una cita con anticipación. Ella no la había hecho y de pronto me comentó que al día siguiente tenía que irse a los Estados Unidos, además de comentarme problemas con su visa y ciudadanía de una forma como si yo fuera un experto en el tema.
Cuando ella notó que la separación de las filas era evidente, preguntó por la función de cada una. Resultó que había una fila de gente con cita y otra de gente sin cita. Me sorprendió mucho la improvisación y el orden que se podía establecer ante las creencias que se tienen sobre un sistema poco claro. La señora me dijo entonces que yo estaba mal, puesto que efectivamente había una fila para gente sin citas. Una vez que el encargado de hacer pasar salió, aclaró que sólo con citas se podía acceder a los debidos trámites. La señora tomó sus cosas y en un abrir y cerrar de ojos había desaparecido.
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