El transporte público de la Ciudad de México tuvo uno de los cambios más notables con la llegada de la piratería ambulante. Hombres y mujeres se convirtieron en rockolas humanas que ingresan a vender sus discos. A pesar de aparentar ser de la clase socioeconómica baja, poseen equipos de audio dignos de envidia, a veces incluso de video. El volumen que nivelan para mostrar su mercancía alcanza absurdos decibeles, cómo si se nos tratara de hipoacúsicos.
La permanencia de ellos también es larga, saliendo del vehículo hasta dejar de notar los indicios de no verbalización de los potenciales e indecisos clientes. La tranquilidad de un viaje hacinado se perdió cuando la invasión del ruido penetró hasta nuestros oídos, puesto que la naturaleza no nos proporcionó de un equivalente del párpado en nuestras orejas.
Pero notamos entonces que los jóvenes recurren a una forma de contrarrestarlo: los audífonos. Sin embargo, la opción de un equipo de audio portátil surgió muchos años antes, desde los walkmans de cassettes, pasando por los disckmans de cds, hasta las actuales memorias mp3 e ipods. La gente del audio personal se mostraba a sí misma alienada, pues unas de sus puertas hacia su interior estaban cerradas, viviendo en su propio mundo.
Fue entonces que el paso de lo privado hacia lo público ayudó a desencadenar la poca delicadeza de los vendedores. Los conductores por alguna extraña razón decidieron compartir sus especiales gustos musicales con los pasajeros. Poco a poco, los decibeles fueron aumentando, a un grado tan innecesario que muchos transportes parecían discotecas o antros ambulantes.
En cambio, el autotransporte de gran distancia, en su modalidad de primera clase, ofrece la posibilidad de sonido personal. El conductor puede gozar de la música de su gusto aislándose con una puerta, mientras que los pasajeros se complacen con la opción de usar o no audífonos para escuchar, bien sea el radio o la televisión. La opción de decidir qué escuchar se convirtió en un privilegio de la alta clase y no una opción para el resto de los demás.
Otro ejemplo lo podemos notar en el hecho de cuestiones incluso vecinales, donde la percepción de una contaminación sonora no es tan clara, pues el hedonismo privado se obtiene a consta del orden comunal. Al parecer, muchos creen que brindarle al barrio o a la manzana un poco de la música de su elección es una forma de “arte público” desinteresado, pero desinteresado por los demás excepto para ellos mismos, pues lo hacen sin notar que las vibraciones sonoras son unas de nuestras principales enemigas, y no prestamos ni la más mínima atención a ello.
Siendo así éste un ejemplo más de que los silencios en las leyes gritan el libertinaje de la gente.
La permanencia de ellos también es larga, saliendo del vehículo hasta dejar de notar los indicios de no verbalización de los potenciales e indecisos clientes. La tranquilidad de un viaje hacinado se perdió cuando la invasión del ruido penetró hasta nuestros oídos, puesto que la naturaleza no nos proporcionó de un equivalente del párpado en nuestras orejas.
Pero notamos entonces que los jóvenes recurren a una forma de contrarrestarlo: los audífonos. Sin embargo, la opción de un equipo de audio portátil surgió muchos años antes, desde los walkmans de cassettes, pasando por los disckmans de cds, hasta las actuales memorias mp3 e ipods. La gente del audio personal se mostraba a sí misma alienada, pues unas de sus puertas hacia su interior estaban cerradas, viviendo en su propio mundo.
Fue entonces que el paso de lo privado hacia lo público ayudó a desencadenar la poca delicadeza de los vendedores. Los conductores por alguna extraña razón decidieron compartir sus especiales gustos musicales con los pasajeros. Poco a poco, los decibeles fueron aumentando, a un grado tan innecesario que muchos transportes parecían discotecas o antros ambulantes.
En cambio, el autotransporte de gran distancia, en su modalidad de primera clase, ofrece la posibilidad de sonido personal. El conductor puede gozar de la música de su gusto aislándose con una puerta, mientras que los pasajeros se complacen con la opción de usar o no audífonos para escuchar, bien sea el radio o la televisión. La opción de decidir qué escuchar se convirtió en un privilegio de la alta clase y no una opción para el resto de los demás.
Otro ejemplo lo podemos notar en el hecho de cuestiones incluso vecinales, donde la percepción de una contaminación sonora no es tan clara, pues el hedonismo privado se obtiene a consta del orden comunal. Al parecer, muchos creen que brindarle al barrio o a la manzana un poco de la música de su elección es una forma de “arte público” desinteresado, pero desinteresado por los demás excepto para ellos mismos, pues lo hacen sin notar que las vibraciones sonoras son unas de nuestras principales enemigas, y no prestamos ni la más mínima atención a ello.
Siendo así éste un ejemplo más de que los silencios en las leyes gritan el libertinaje de la gente.
No hay comentarios:
Publicar un comentario