Eran las once de la mañana. Humberto, buen alumno, atendía la clase. Solía no perderse de ningún detalle que pudiera recordar después. Pero Hugo, su compañero de al lado, un hombre sin interés alguno más que su propio hedonismo, preguntaba la hora. “Son las once” dijo Humberto, en un tono molesto. Era la tercera vez en menos de media hora que atendía su demanda.
Cinco minutos después, Hugo replicó “¿Qué horas son?” para Humberto eco parecía rebotar esa frase en su mente, harto, con una voz alta, expresó “Ya te dije, son las once”, mas Hugo mencionó “Pero eso fue hace tiempo”. Humberto no tuvo remedio que soportar tremendo martirio. Así, ambos hombres obsesivos, formaban un lazo difícil de nombrar.
Todos los días de todas las semanas era lo mismo, la fascinación por la clase era arruinada por la desesperante demanda de la hora. Humberto entonces, sin más opción que librarse de su acosador matutino, decidió comprarle un reloj. “Toma Hugo, espero que con este reloj puedas tener todo el tiempo del mundo en tus manos y me dejes en paz”.
Hugo no parecía estar familiarizado con su uso, y le pidió a Humberto que le dijera como leer la hora. Humberto no tenía tiempo más para atender, pero pensó que si no lo hacía en el momento, la peor oleada de preguntas por la hora vendrían si su usuario tenía algo que no podía usar. Humberto, se ahorró la explicación y le dio su propio reloj a Hugo. “Toma, este reloj es digital, más fácil no te lo puedo dejar”. Y así fue que Hugo dejó de preguntar. Pero no podía soltar la mirada de su reloj. Entre clases, sólo deseaba que su reloj se moviera rápido para acabar pronto y entre descansos que se moviera lento para disfrutar más del momento.
Pero un día, Humberto no fue a clases. Hugo poco lo notó, pues parecía solo interesado en saber la hora del descanso y la salida. De pronto, vio que los minutos retrocedían en vez de avanzar. El tres se convertía en dos y el dos en uno, y el uno en cero. Mientras que el reloj de otros marcaba las doce, el de Hugo marcaba las once. Una hora después, todos tenían marcada la una, pero él tenía marcada las diez.
Hugo creyó que su reloj estaba descompuesto. Muchos notaron lo mismo cuando él lo mostró. “Parece como un cronómetro en cuenta regresiva” dijo uno de los chicos de alrededor. Hugo no sabía que hacer, Humberto le había dado ese reloj, pero no estaba presente. Las horas pasaron, y el reloj pronto se acercaba a cero. Hugo estaba ahora en su casa, sin perder un instante en su reloj. Sólo quedaban diez minutos y contando. Él estaba muy nervioso, parecía algo único que una máquina de pronto funcionara así.
Era el último minuto. Las gotas de sudor caían en la frente de Hugo, obsesionado completamente en que pasaría cuando el reloj llegara a cero. Cinco segundos, cuatro, tres, dos, uno… Justo en el momento en que el reloj llega a cero el teléfono sonó. Hugo se dejó sorprender por el suceso de tal manera que al oír el primer timbrazo su corazón dejó de latir. Cayó al piso su cuerpo inerte, provocando también la caída del teléfono. Y en el auricular se escuchaba una voz, una voz que decía “Hugo, soy yo… Humberto”.
Cinco minutos después, Hugo replicó “¿Qué horas son?” para Humberto eco parecía rebotar esa frase en su mente, harto, con una voz alta, expresó “Ya te dije, son las once”, mas Hugo mencionó “Pero eso fue hace tiempo”. Humberto no tuvo remedio que soportar tremendo martirio. Así, ambos hombres obsesivos, formaban un lazo difícil de nombrar.
Todos los días de todas las semanas era lo mismo, la fascinación por la clase era arruinada por la desesperante demanda de la hora. Humberto entonces, sin más opción que librarse de su acosador matutino, decidió comprarle un reloj. “Toma Hugo, espero que con este reloj puedas tener todo el tiempo del mundo en tus manos y me dejes en paz”.
Hugo no parecía estar familiarizado con su uso, y le pidió a Humberto que le dijera como leer la hora. Humberto no tenía tiempo más para atender, pero pensó que si no lo hacía en el momento, la peor oleada de preguntas por la hora vendrían si su usuario tenía algo que no podía usar. Humberto, se ahorró la explicación y le dio su propio reloj a Hugo. “Toma, este reloj es digital, más fácil no te lo puedo dejar”. Y así fue que Hugo dejó de preguntar. Pero no podía soltar la mirada de su reloj. Entre clases, sólo deseaba que su reloj se moviera rápido para acabar pronto y entre descansos que se moviera lento para disfrutar más del momento.
Pero un día, Humberto no fue a clases. Hugo poco lo notó, pues parecía solo interesado en saber la hora del descanso y la salida. De pronto, vio que los minutos retrocedían en vez de avanzar. El tres se convertía en dos y el dos en uno, y el uno en cero. Mientras que el reloj de otros marcaba las doce, el de Hugo marcaba las once. Una hora después, todos tenían marcada la una, pero él tenía marcada las diez.
Hugo creyó que su reloj estaba descompuesto. Muchos notaron lo mismo cuando él lo mostró. “Parece como un cronómetro en cuenta regresiva” dijo uno de los chicos de alrededor. Hugo no sabía que hacer, Humberto le había dado ese reloj, pero no estaba presente. Las horas pasaron, y el reloj pronto se acercaba a cero. Hugo estaba ahora en su casa, sin perder un instante en su reloj. Sólo quedaban diez minutos y contando. Él estaba muy nervioso, parecía algo único que una máquina de pronto funcionara así.
Era el último minuto. Las gotas de sudor caían en la frente de Hugo, obsesionado completamente en que pasaría cuando el reloj llegara a cero. Cinco segundos, cuatro, tres, dos, uno… Justo en el momento en que el reloj llega a cero el teléfono sonó. Hugo se dejó sorprender por el suceso de tal manera que al oír el primer timbrazo su corazón dejó de latir. Cayó al piso su cuerpo inerte, provocando también la caída del teléfono. Y en el auricular se escuchaba una voz, una voz que decía “Hugo, soy yo… Humberto”.
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